Hace ya como treinta claridades
que estoy
enterrada en una duna. Cada aurora, viene hacia mí
volando el gavilán y su pico cava,
buscándome el
corazón.
Con el último fuego se aleja: yo lo veo perderse
en el cielo, guiado por el ojo
de su codicia.
Sopla entonces el viento nocturno
del desierto y
su mano, habituada al silencio,
restituye la arena a su
nivel, borrando los estragos del ave carnicera.
Algún día —escúchalo— el pico cuyo tacto se afinó
en la constancia desgarrará mi vestido. En ese instante
tú, que a mi lado descansas bajo
la misma duna, vuelve
el rostro hacia el mar: no mires
el rito que tan sólo a
nosotros...
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